A veces me da risa, otras me preocupa pero en general me produce bastante indiferencia. Vivir en una casa que no tiene sala no me parecía tan raro hasta que comencé a comentarlo con otra gente y vi sus reacciones. Claro, no es que vivamos en un estudio, ni en un minidepa. El anuncio de la sección inmobiliaria del periódico lo describía como un departamento con dos habitaciones, cocina, baño y sala. Y más o menos eso estábamos buscando. Por obvios motivos, necesitábamos definitvamente baño y cocina. Comedor no tanto, porque yo como en la cama como las huevas, y Magtán puede comer hasta parado mirando la pared. Pero la cocina resultó lo bastante grande como para poner una mesa con dos sillas, y hasta tres. Habíamos quedado en dos dormitorios, uno para nosotros y otro (no, la visita de la cigüeña sigue siendo una posibilidad remota) para las visitas de Perú que hasta ahora no recibo (escucharon??????). La sala era como una zona tácita para la que ni siquiera teníamos mobiliario.
Así se suponía que iba a quedar nuestro hogar hasta que, el día en que nos mudamos, se me ocurrió una de esas ideas que cualquier persona rechazaría de plano pero que a Magtán no le parecen nada delirantes y acepta con la mayor tranquilidad: y si usamos la sala para nuestro cuarto? Ya pues.
O sea, tenemos un armario armatóstico, fina cortesía (y finísima madera) de mi suegro, que es un capo en carpintería y que también nos ha hecho dos mesas de noche que más parecen de ping pong porque son enormes (pero no me quejo porque la mía ya está rebalsando de chucherías), el televisor (sí, muy mal, la tele no debe estar en el dormitorio) y las dos, 2, camas de Zambie, que las tiene de adorno (y para almacernar huesos viejos) porque al final siempre se sube a dormir con nosotros. Con todo eso, en el cuarto que supuestamente debía ser para la feliz pareja apenas hubiera quedado espacio para entrar y salir.
La cosa es que la que debía ser nuestra habitación terminó siendo el cuarto de huéspedes, y en el que debía ser el cuarto de huéspedes pero habíamos decidido que fuera la sala instalamos la computadora, los estantes de fósiles minerales de Magtán, los estantes de libros de Magtán, los estantes de estampillas de Magtán, y un pouf que, hasta la fecha, es lo único que sugiere un esbozo de sala. No era la intención pero de paso nos ahorramos un buen billete en muebles, alfombras, jarrones, mesa de centro y cachivaches varios que uno suele poner en una sala.
Luego de más de un año de vivir acá, solo hemos echado en falta ese ambiente en dos ocasiones. Una, cuando vinieron los vecinos de abajo a comer (nos habían invitado como bienvenida por nuestra llegada al edificio y no sé cómo se nos ocurrió retribuirles la cortesía), y otra cuando nos cayeron de sorpresa mi cuñada y mis sobrinas. En ambas oportunidades era verano, así que sacamos mesa, sillas, pouf y bancos al balcón y todos tan contentos.
Ya, lo que pasa es que somos una pareja más bien solitaria, tirando para ermitaños si nos comparamos con el gregarismo de la mayoría de personas que conozco. La única compañía indispensable para Magtán somos este pechito y el perro (aunque no necesariamente en ese orden). Y yo, pues todavía no tengo amigos que me provoque traer a mi jato, pero aun si los tuviera, al igual que hacía en Lima, preferiría quedar para juntarnos en otro lugar: la sola idea de tener que recoger trastes, lavar, barrer y reacomodar después de una reunión me quita todas las ganas.
Eso sí, debo reconocer que últimamente me han entrado ganas de tener algo parecido a una sala, sin tanto cuchufay, todo muy minimal: solo un sofá de esos ultradesign, una chimeneíta y una manta bien antialérgica para echarme a leer cuando mi columna comience a aburrirse del colchón de la cama. Así se empieza, supongo.