Era el último trámite. Cuestión de nada. Ir a la maison cantonale a firmar nuestra coformidad con el matrimonio y listo. Entrar y salir. Suficiente ya con los seis meses de papeleos que acabamos de pasar. La oficina de nuestro cantón queda en Romont, un pueblito de esos de postal suiza. Casas medievales, calzadas y veredas adoquinadas, mucha madera y, sobre todo, silencio. Al frente de la oficina cantonal hay un castillo, uno de a de veras. No es de los más grandes pero está muy bien conservado, como todo por acá. En uno de los salones del castillo, con paredes de piedra y techos altos, nos casaremos dentro de 15 días. Eso, si la burocracia nos da una tregua. Son las 2.45 pm y en la oficina cantonal no hay un alma. En el umbral del edificio, los focos del hall principal se iluminan a nuestro paso. Veinte segundos después, se apagan. Lo mismo ocurre en todo el trayecto hasta la oficina de estado civil, en el tercer piso. No nos cruzamos con nadie. En el mostrador de atención, dos canastitas reciben al visitante: en una, nueces y mandarinas. En la otra, caramelos y bombones de chocolate. Light o hedonista? Ecológico o alpinchista? Para todos hay en esta dependencia de la confederación helvética.
Una rubia en sus treintantos reconoce a mi novio y nos hace pasar a una sala de espera, que más parece la antesala de una jardín de ninhos. Fotos de felices parejas recién casadas por todas partes. Letreritos de colorinches con frases alentadoras para los enamorados. Folletos sobre cómo tener una saludable vida conyugal, a quién acudir en caso de conflicto, dónde mandar a hacer los partes, la torta y los anillos. Y, bueno, algunos archivadores en los anaqueles.
La funcionaria ha reconocido a mi novio. Significa eso que este pobre hombre le ha reventado los cojones al punto que su dossier dejó de ser uno más? Sé que el trámite en Suiza no ha sido fácil, pero la encargada no le muestra la menor antipatía. Así que, sin intención de restarle méritos a mi futuro marido, sospecho que en realidad viene jmuy poca gente a esta oficina.
La empleada es rubia y tiene ojos azules, faltaba más. Habla con voz de ninha, pero huele a una mezcla de ajo con coliflor, algún tipo de encurtido. Primero creo que es su aliento, que ha comido uno de esos insoportables sánguches rebosantes de pickles. Pero no. Son sus axilas. Martin no lo siente. El también huele así cuando hace alguna actividad física intensa o de pronto, sin previo aviso. A qué les oleré yo en este momento.
El último trámite se convierte en el penúltimo, si tenemos suerte. Los nombres de mis padres están mal escritos y hay que corregir todo el dossier, desde Lima. Le digo a la fragante demoiselle que no es para tanto, que a quién le importa si mi papá no se llama May sino Max, y mi mamá es Diola en lugar de Viola. Mejor hacer todo correctamente, me dice, uno nunca sabe.
Salimos de la oficina cantonal en silencio. Solo las luces automáticas parecen interesadas en nosotros. En el horizonte, la silueta del castillo de Romont se aleja caprichosamente.
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